miércoles, 19 de noviembre de 2008

Las regiones infernales (mitología Griega)

Virgilio localiza la entrada a esta región en la zona volcánica cercana al Vesubio, que está rodeada de cráteres de los cuales surgen vapores de azufre y la tierra se estremece y resuena misteriosamente. Se supone que el lago Averno llena el cráter de un volcán extinguido. Forma un círculo de media milla de ancho y es muy profundo. Está rodeado por elevados lomos de tierra que en tiempos de Virgilio estaban cubiertos por un oscuro bosque. De sus aguas se levantan vapores, de forma que no hay vida en sus orillas ni los pájaros lo sobrevuelan. Según el poeta, aquí se encuentra la pueta que permite el acceso a las regiones infernales.

En las puertas del infierno se encuentran un grupo de seres de horrible aspecto. Éstos son las furias, Discordia, Briareo (con cien brazos), las hidras y Quimera, que respira fuego. Más adelante se encuentra el río negro Cocitus, donde está el barquero Caronte, viejo y escuálido, pero fuerte y vigoroso, que sólo lleva en su barca a quién él escogía (él sube a bordo las almas de aquellos que han sido debidamente enterrados, los que permanecen insepultos no pueden atravesar el río y tienen que vagar por la orilla durante cien años). En la otra orilla del río se encuentra el perro Cerbero, que tiene tres cabezas.

El primer sonido que se escucha es el llanto de los niños que habían muerto en el umbral de la vida. A continuación se extienden las regiones de la tristeza. Allí vagaban los que habían sido víctimas de un amor no correspondido. Después están los campos en los que vagan los héroes que han caído en batalla, y a continuación se llega a un lugar donde el camino se divide en dos: uno conduce al Elíseo y el otro a las regiones de los condenados; a un lado están los muros de una poderosa ciudad y al otro una puerta que ni los dioses ni los hombres pueden forzar. Una torre de hierro se alza junto a esa puerta desde la que vigila Tisífone, la furia vengadora. Desde fuera se oyen los lamentos y el arrastrar de cadenas.

La región de los condenados es la sala del juicio de Rhadamanthus, que saca a la luz los crímenes que el autor creía impenetrablemente ocultos. Tisífone le aplica al ofensor su látigo de escorpiones y luego lo envía a sus hermanas las Furias. Tras esa puerta que da a la región de los condenados, una hidra de cincuenta cabezas guarda la entrada. Allí se encuentra el abismo del Tártaro, que era tan profundo como lo es el cielo de alto desde el suelo. En el fondo del abismo están los titanes, que se enfrentaron a los dioses; Salmonos, que presumía de competir con Zeus y construyó un puente de metal sobre el que condujo su carro para que el sonido se pareciera al del trueno y lanzaba hierros candentes pra imitar al rayo, hasta que Zeus le alcanzó con un rayo de verdad y le enseñó la diferencia entre las armas mortales y las divinas; Titio el gigante, cuyo cuerpo es tan inmenso que cuando se estira cubre nueve acres; un buitre devora su hígado y tan pronto como ha terminado de devorarlo, vuelve a crecer de forma que el castigo no tiene fin. También había unos grupos sentados en mesas cargadas de manjares donde una furia les quitaba las viandas de los labios, tan pronto como iban a probarlos. Otros tenían enormes rocas suspendidas sobre sus cabezas, amenazando constantemente con caerles encima. Había otros que eran los que habían odiado a sus hermanos o matado a sus padres, o defraudado a los amigos que confiaban en ellos, o que se habían enriquecido y no habían compartido el dinero con otros, siendo ésta la clase más numerosa. También estaban allí los que habían violado los votos del matrimonio. Ixión estaba allí atado a una rueda que giraba sin cesar; y Sísifo, que estaba condenado a subir una gran roca a una cima y cuando estaba a punto de dejarla en la cima, la roca volvía a caer y Sísifo la tenía que volver a subir, y así por toda la eternidad; Tántalo, que estaba cubierto de agua hasta la barbilla y estaba aquejado por una gran sed, y cuando se disponía a beber bajando la cabeza, el agua desaparecía.

Por el otro camino, se iba a los Campos Elíseos, los bosques donde residen los felices. Allí se respiraba un aire más limpio y todos los objetos aparecieron envueltos en una luz púrpura. La región tenía sus propias estrellas y un Sol. Los habitantes se entretenían de diversas formas: jugando en el césped, compitiendo en concursos de fuerza y habilidad, bailando o cantando.

Hay varias versiones sobre dónde estaba el Elíseo. Si bien Virgilio lo coloca bajo tierra y lo describe como la residencia de los espíritus bendecidos, Homero lo sitúa al occidente de la Tierra cerca del Océano y lo describe como una tierra de felicidad donde no hay nieve, ni frío, ni lluvia. Pero el Elíseo de Hesíodo y Píndaro está en las islas de los Bendecidos o islas Afortunadas, que se encuentran en el océano occidental. De ahí nació la leyenda de la feliz isla de Atlántida.

En el Elíseo hay un espacioso valle en el que los árboles se mecen suavemente al viento, en un paisaje que atraviesa el río Leo. A lo largo de las orillas revolotean algo que parecen insectos y que son en realidad las almas a las que se les dará cuerpo a su debido tiempo. Mientras tanto viven en las orillas del Leto y olvidan sus antiguas vidas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

esta bien chido